Esta historia, cuando la leí, me pareció perfecta, sobretodo para la navidad. El autor cuenta que muchas veces la quiso publicar, pero se pasaba el tiempo y no lo hizo. No quiero que me pase lo mismo. Ya se que la navidad ha pasado, solo que quizas ni esté la siguiente navidad, así que no dejaré pasar esta oportunidad. Sid.
Lima 24 de diciembre del 2007.- Aunque oficialmente el verano recién había comenzado, el calor azotaba la ciudad desde hacía ya largas semanas. Quienes conocen el norte del país pueden atestiguar que el sol no anda con bromas por allá y si han vivido en aquellas latitudes, sabrán que es una calurosa cuestión de costumbre adaptarse a las altas temperaturas de la temporada. Para mí, que había respirado ese sopor desde mi niñez, y posteriormente otros vientos aún más cálidos, la tibia brisa de aquella tarde no era ninguna novedad.
En casa, jamás me hiceron creer en ese viejito que baja por las chimeneas llevando regalos los 25 de diciembre. En lugar de ello, aprendí a valorar directamente el cariño de mis padres y familiares a la hora de los obsequios. Considero como una opción válida aferrar a los pequeños a vivir la ilusión de Papá Noel, pero yo disfruté inmensamente conociendo la realidad, sobre cualquier fantasía de renos voladores y viejitos regalones.
En esa época del año compadecía a aquellos personajes disfrazados, rellenos de calurosa espuma, que con cascabeles en mano animaban las calles y locales comerciales de la ciudad. Envueltos como tamales en trajes de franela roja barata, imagino su caluroso sufrimiento bajo la barba blanca de algodón y el respectivo gorro con pompón, obligados a aullar de alegría con estruendosos “jo-jo-jo-jo”, atizados por el sol chiclayano.
Sin contar a aquellos sudorosos tamales rojos -que seguramente en esos instantes deseaban verdaderamente vivir en el polo norte-, ni a los personajes de televisión o películas, desde siempre supe que no había ningún Papá Noel. Pero esa cálida tarde de verano me daría una curiosa sorpresa en qué pensar.
Aquella no era cualquier tarde estival, era la tarde de un 24 de diciembre, a mediados de los 80. A pesar de que en casa me recomendaban no salir al centro de la ciudad en esa fecha debido a la gran congestión de gente y vehículos, yo sentía atracción por ese inusual movimento que obligaba al alcalde a cerrar una de las principales calles comerciales (Elías Aguirre), dejándola exclusivamente como vía peatonal. La medida edil despertaba comentarios diversos, desde los desaprobatorios, hasta los graciosamente ostentosos, que especulaban que el burgomaestre convertiría esa calle en un boulevard, mismo jirón de la Unión en Lima. Tal vez no se habían enterado que esplendor de ese paseo ya había caducado hacía varios lustros. Tal boulevard nunca se construyó, al menos en los casi 10 años posteriores en los que aún transité por esas calles.
No sabía por qué, pero me llamaba la atención esa mezcla de empujones con estridentes villancicos que salían hasta la calle desde de los altorparlantes de las tiendas, confundiéndose con toda clase de pregones ambulantes que ofertaban “candelillas” (bengalas o chispitas mariposa, como se conocen acá), panetones, ropa, champán, chocolate, juguetes, y por supuesto las infaltables empanadas de viento que hoy extraño cada Navidad en Lima. Había una infinidad de artículos para la festividad, inclusive hasta pavos en pié se podían encontrar en alguna calle poco vigilada por los municipales (aun no se había institucionalizado el serenazgo en esa época).
Yo no iba a comprar nada, solo recorría extasiado, una y otra vez, las calles más ajetreadas, sorteando canastas de empanadas, brillantes guirnaldas que se estiraban y encogían entre las manos de los vendedores; y panetones por doquier. Además debía cuidarme de no pisar accidentalmente alguna Barbie, un peluche o un camioncito de plastico o de tirar al piso las botellas de licor que hacían equilibrio sobre alguna caja – mostrador, en la pista clausurada para los vehículos. Creo que tuve suficiente dosis de tugurio para los años venideros, pues en la actualidad evito las aglomeraciones.
La gente entraba y salía de las tiendas, cargada de paquetes, se cerraban transacciones en segundos sobre las veredas y frecuentemente explotaban cohetones, cohetecillos, o se escuchaba el típico sonido de los rascapiés reventando como popcorn. El olor a pólvora quemada se sumaba a la amalgama de aromas y, aunque muy apurados, todos parecían felices. Parecía que todos vivían ese espíritu de fraternidad -a veces transformado en sensiblería- que emerge en esta fecha especial. Podría haber dicho entonces que se respiraba Navidad.
Fuera del improvisado “boulevard”, en una álgida esquina, los conductores renegaban de los peatones y de los semáforos, y los taxistas cobraban ya desde el medio día un recargo del 50% en las carreras. El tráfico y el gentío convertían esas calles en un inusual pandemonio, pero yo pensaba salir de aquel laberinto caminando muchas cuadras, así que no tenía que preocuparme del caos vehicular y disfrutaba de la feria en la que se había convertido el centro de la ciudad.
En medio de aquella mixtura de espíritu navideño, polvorín al aire libre, corral ambulante de pavos y prisa por comprar y vender, un Volkswagen, un destartalado bolocho anaranjado se apagó en el caldeado cruce de la Av. Luis González con la calle Elías Aguirre. Los gritos y los cláxones de impaciencia de los demás conductores no se hicieron esperar. Apremiado por la situación, el chofer de aquel taxi anaranjado bajó del vehículo e intentó empujarlo para hacerlo arrancar, pero sus solas fuerzas no eran suficientes. El armatoste rodaba muy lentamente con el esforzado conductor tratando de impulsarlo. A todas luces necesitaba de alguna o algunas manos más.
Yo observaba la escena desde algo más de media cuadra de distancia y me disponía a correr en su ayuda, pero decidí detenerme por unos instantes para ver lo que sucedía. Fue entonces cuando ese aire navideño de pronto solo olía a grasa pegoteada de pavo horneado. Los villancicos perdieron el compás y solo eran estridentes chillidos y la gente ya no parecía feliz, solo eran irritables transeúntes haciendo compras contra el reloj.
Durante casi un par de minutos nadie ayudó al conductor de la chatarra naranja, que había logrado avanzar casi toda la cuadra. Con cierto candor de adolescente me preguntaba: ¿Y el espíritu navideño? ¿Y el tiempo de paz, armonía, hermandad y reconciliación? ¿No es esta la "ciudad de la amistad"?
Dejé mis reflexiones para más tarde y corrí, con el vigor del quinceañero que era, en ayuda del chofer. Al aproximarme al Volkswagen quedé sorprendido al ver de cerca al regordete conductor de cabello totalmente cano y barba blanca mediana, prominentes pómulos y una imborrable sonrisa en el rostro -a pesar del trance que pasaba.
Era Papá Noel, o al menos se parecía demasiado al viejito de los renos. Pero este no traía un lujoso traje rojo y relucientes botas negras, sino un bolsudo pantalón que le dejaba al descubierto el elástico del calzoncillo al empujar el automóvil y usaba unos desgastados zapatos que adivino estarían a punto de romperse. Además, su descuidada humanidad se zangoloteaba mientras hacía el esfuerzo al lado de la puerta del chofer empujando el carro.
Este Papá Noel tampoco tenía a Rodolfo, el reno de la nariz roja, ni a los otros que tiraran de su trineo. Pero claro, estaba yo. No me dijo nada, solo sonrió agradecido cuando me vió posar las manos en el bolocho y disponerme a ayudarlo a empujar. A pesar de que la avenida rebalsaba de gente, nadie más prestó otra mano.
Escupiendo ruidosos gases explosivos, el vehículo se zamaqueó al primer intento por encenderlo, pero no arrancó. Volvimos a empujar varios metros hasta que agarramos más velocidad y el regordete Papá Noel tuvo que luchar de nuevo por subir a la volada a su trineo. Felizmente, esta vez el auto arrancó.
Con el vehículo en marcha, y la retahila de carros piteando detrás, el chofer se apresuró a cerrar la puerta, sacó la mano por la ventana saludándome, intentando mirar hacia atrás, pero creo que la prominente grasa abdominal le impedía efectuar un giro tan drástico a su voluptusidad. El bolocho-trineo comenzó a alejarse cuando escuché al viejito gritarme: “Feliz Navidad”. No hubo “jo-jo-jo-jo”, pero cuando recuerdo esta historia prefiero imaginar que esa risa fue el epílogo de mi encuentro con Papá Noel.
Gracias a Oscar Lora.
En: http://blogs.elcomercio.com.pe/confesionesdetaxi/
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