Estoy seguro de que a veces, hacemos muchas cosas por tradición. Y si alguien nos pregunta el porque, respondemos que es la costumbre. Bien, pues entre ellas hablemos de las costumbres nupciales.
Entre los godos, un hombre se casaba con una mujer perteneciente a su propia comunidad. Cuando escaseaban las mujeres, capturaba a su futura esposa en un poblado vecino. El novio, acompañado por un amigo, secuestraba a cualquier muchacha joven que hubiera cometido la imprudencia de abandonar la seguridad de la casa paterna.
Nuestra costumbre del padrino es un vestigio de esa táctica tan contundente y basada en la acción de dos hombres, ya que para tan importante tarea forzosamente había que contar con un amigo de confianza.
De esta práctica del secuestro, en la que la novia era arrebatada literalmente sin que sus pies tocaran el suelo, derivó el posterior acto simbólico de cruzar el umbral de la nueva casa con la recién desposada en brazos. Hace unos 2.200 años, el padrino llevaba consigo algo más que un anillo. Puesto que persistía la amenaza de que la familia de la novia tratara de rescatar a ésta por la fuerza, el padrino permanecía ante la puerta del novio durante la ceremonia del matrimonio, alerta y bien armado. Desde luego, gran parte de este ritual pertenece al folklore germano, pero no se carece de documentación escrita ni de objetos relacionados con estas prácticas. Por ejemplo, la amenaza de rescate por parte de la familia de la novia se consideraba tan auténtica que debajo de los altares de las iglesias de muchos pueblos primitivos —entre ellos los hunos, los godos, los visigodos y los vándalos—, había todo un arsenal de porras, cuchillos y lanzas.
La tradición de que la novia permanezca a la izquierda del novio correspondía también a algo más que una fórmula de la etiqueta. Entre los bárbaros del norte de Europa —así llamaban a estos pueblos los romanos—, el novio colocaba a su secuestrada pareja a su izquierda para protegerla, pues de este modo su mano derecha, la que maneja la espada, quedaba libre para actuar en caso de ataque.
Entre los godos, un hombre se casaba con una mujer perteneciente a su propia comunidad. Cuando escaseaban las mujeres, capturaba a su futura esposa en un poblado vecino. El novio, acompañado por un amigo, secuestraba a cualquier muchacha joven que hubiera cometido la imprudencia de abandonar la seguridad de la casa paterna.
Nuestra costumbre del padrino es un vestigio de esa táctica tan contundente y basada en la acción de dos hombres, ya que para tan importante tarea forzosamente había que contar con un amigo de confianza.
De esta práctica del secuestro, en la que la novia era arrebatada literalmente sin que sus pies tocaran el suelo, derivó el posterior acto simbólico de cruzar el umbral de la nueva casa con la recién desposada en brazos. Hace unos 2.200 años, el padrino llevaba consigo algo más que un anillo. Puesto que persistía la amenaza de que la familia de la novia tratara de rescatar a ésta por la fuerza, el padrino permanecía ante la puerta del novio durante la ceremonia del matrimonio, alerta y bien armado. Desde luego, gran parte de este ritual pertenece al folklore germano, pero no se carece de documentación escrita ni de objetos relacionados con estas prácticas. Por ejemplo, la amenaza de rescate por parte de la familia de la novia se consideraba tan auténtica que debajo de los altares de las iglesias de muchos pueblos primitivos —entre ellos los hunos, los godos, los visigodos y los vándalos—, había todo un arsenal de porras, cuchillos y lanzas.
La tradición de que la novia permanezca a la izquierda del novio correspondía también a algo más que una fórmula de la etiqueta. Entre los bárbaros del norte de Europa —así llamaban a estos pueblos los romanos—, el novio colocaba a su secuestrada pareja a su izquierda para protegerla, pues de este modo su mano derecha, la que maneja la espada, quedaba libre para actuar en caso de ataque.
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